Aarón Hernández era un ídolo de dimensiones estratosféricas en Estados Unidos, estrella del fútbol americano, niño prodigio, guapo, con un talento descomunal y en el mejor equipo para demostrarlo.
En 2017, con 27 años, se suicidó ahorcándose con unas sábanas en la celda en la que cumplía condena por asesinar a uno de sus mejores amigos. Cuando unos científicos analizaron su cerebro descubrieron daños nunca antes vistos en una persona tan joven.
Pero lo que en principio parecía un cerebro sano, escondía debajo de su superficie un secreto que sorprendió a los científicos que llevaron a cabo la autopsia del jugador.
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El órgano mostró un estado de encefalopatía traumática crónica (CTE, por sus siglas en inglés) similar al de alguien afectado por esa enfermedad cerebral degenerativa de 60 años, los científicos estadounidenses lo consideran el caso más grave jamás registrado en alguien de su edad.
La enfermedad se conoció en un principio como «demencia pugilística» dada su conexión con los boxeadores, sometidos constantemente a los golpes en la cabeza.
El cerebro de Hernández fue llevado al hospital de la Universidad de Boston en una especie de operación secreta, para evitar que la investigación trascendiera a los medios de comunicación y se hiciera pública.
Sólo tres personas del equipo de Ann McKee, especialista en neuropatología que estudia la enfermedad en jugadores de fútbol americano, conocían a quién pertenecía el cerebro.